Continuaron su viaje, llegando a unas montañas tan altas que la cima se ocultaba entre las nubes. El corazón se les encogió y tuvieron que pararse a descansar y reponer fuerzas antes de comenzar el ascenso. Lo único que les consolaba era que ya, al otro lado de las montañas, encontrarían su destino: el triste reino de El Corralón.
El ascenso fue difícil y a muchas de las criaturas, sobre todo a las más ancianas, les empezaron a fallar las piernas. Unos metros más adelante, en la rocosa pared, se abrió una estrecha gruta algo tétrica, pero que aportó algo de luz a los corazones de nuestras criaturas: ¡UN ATAJO QUE ATRAVESABA LA MONTAÑA!
Sin dudarlo ni un instante, las criaturas fueron adentrándose en la montaña una a una, dejándose llevar por la intuición y confiando en la madre Tierra. Fueron andando poco a poco, atravesando paso a paso la enorme montaña y, de repente, una cueva se abrió ante ellos. Parecía un pequeño paraíso: había exóticas plantas que nunca habían visto en las tierras de las que venían, una imponente cascada de agua cristalina y pequeñas luciérnagas que volaban por el aire, asemejándose a pequeños asteroides viajando por el universo.
En el centro de la cueva había un árbol. Parecía normal y corriente, pero según se fueron acercando a él vieron que para nada era lo que se pensaban. Se trataba del primer árbol que había nacido en el planeta Tierra y, por lo tanto, el ser vivo más anciano aún con vida. Todas las criaturas se sentaron alrededor de su tronco y pasaron horas escuchando sus palabras llenas de sabiduría y experiencia.
Cuando ya se estaban preparando para abandonar el lugar y proseguir su camino, una pequeña criatura le hizo una pregunta:
– Abuelo, ¿qué podemos hacer para ayudar a la gente de El Corralón?
El Abuelo se quedó pensativo y, con voz muy grave respondió…