La Vía Lactea

El final del camino

– Lo único que necesitan es volver a escuchar el sonido de una risa.- respondió el Abuelo.

Con esas sabias palabras el Abuelo les despidió y, a paso ligero, las criaturas abandonaron la cueva y salieron de la montaña. Ya divisaban el reino así que, con las pilas bien cargadas y los ánimos a tope, pusieron rumbo a los primeros pueblos que podían ver dispuestos a disipar la tristeza de El Corralón.

Fueron andando por un sendero que comunicaba todos los pueblos que conformaban el reino y, como si se tratase de magia, les fueron devolviendo la alegría y el color. No era necesario ni que se detuvieran; entre las criaturas iban hablando, contándose mil historias que conocían o chistes que se les iban ocurriendo e incluso alguno había que demostraba sus talentos más ocultos. En el momento en el que comenzaba a sonar la primera risa, la gente de los pueblos comenzaba a despertar, las oscuras nubes se abrían y daban paso a los rayos del sol y los animales del lugar recuperaban el ánimo. Allí por donde iban pasando dejaban una estela de risas, luz, color y trinos preciosos de pájaros que entonaban sus primeras notas después de décadas de silencio.

Pasaron los días y El Corralón, por fin, recuperó toda la luz y el color. Ya no había nubes en el cielo y los habitantes del reino no dejaban de bailar y cantar por las calles. El rey, señor de las tierras, hizo llamar a todas las criaturas mágicas y, en agradecimiento, las pidió que se quedasen en su reino a vivir con ellos. Para celebrarlo, se organizó una gran fiesta que duró semanas.

Y, colorín colorado, nuestro viaje aquí ha acabado.

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